Paideia en familia

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Autoeducarnos y educar a nuestros hijos con el homeschooling

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may 05, 2024
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Soy Paloma y hace casi veinticuatro años que me convertí en madre. 

Hasta el año 2000 fui una persona «normal». Estudiaba, trabajaba, iba, venía y hacía lo que se suponía que hacían las chicas de mi edad. Un día me casé con el amor de mi vida y, al mes, me encontré con un test de embarazo positivo y fue cuando empezaron a suceder cosas.

Me costó horrores aceptar cómo cambiaba mi cuerpo. Me sentía extraña con dos corazones latiendo en mí… Pero, sin darme cuenta y como suceden las cosas más inmensas de la existencia, se fue produciendo simultáneamente una transformación lenta y silenciosa por fuera y, sobre todo, por dentro.

A los nueve meses nació en nuestro hogar un bebé perfecto, como todos los bebés del mundo. Y yo, como todas las madres del mundo, me enamoré de ese pequeño ser… aunque no fue exactamente un flechazo. Durante mi embarazo fui llenándome de expectativas y, como decía sabiamente una amiga: Las expectativas las carga el diablo. No sé por qué extraña razón soñé con mis cuatro meses de baja de maternidad, que por aquel entonces se me antojaban eternos: en mi casita, sin tener que trabajar y con un bebé. Imaginaba algo así como unas vacaciones, pero además con «juguete» incluido. 

Cuando me enfrenté cara a cara con las exigencias de la maternidad y constaté, a los pocos días de ser madre, que no solo no estaba de vacaciones sino que no iba a tener descanso en mucho tiempo, que no era capaz de hacer absolutamente nada que no fuera amamantar, sostener en brazos y cuidar de mi recién nacido, sufrí algo muy parecido a una depresión. 

Y entonces pensaba y pensaba, intentando encontrar una receta mágica que lo solucionase todo, y obviamente, «el problema» no tenía fácil solución. A ver… era un bebé precioso y era mi hijo. Se suponía que debía sentirme inmensamente feliz porque además tenía un marido que nos quería a los dos, una casa en el campo y todos los ingredientes necesarios para considerarme dichosa; pero, por el contrario, yo solo quería huir, y me sentía bastante desdichada, triste y, paradójicamente, sola, muy sola… Julián Marías siempre decía que el hombre es radical soledad, y he podido comprobar la verdad de esa afirmación a lo largo de mi vida y tanto en los momentos más agradables como en los más tristes. Si lo pensáis veréis que es cierto, nacemos solos, nos vamos de este mundo solos, y la mayoría de los acontecimientos más trascendentales de nuestra existencia hemos de afrontarlos en soledad.

Sentía sinceramente que ¡no podría soportar cuatro meses en casa con mi bebé!             

Quizá podría proponerle a mi jefe incorporarme ¡inmediatamente! a mi trabajo, con jornada completa y así, tal vez, volvería a ser yo. Yo. Mágica palabra que se va diluyendo desde el momento en el que te quedas embarazada hasta desaparecer por completo con el paso del tiempo. El otro día leí en Instagram un reto muy gracioso que consistía en hacer una sentadilla cada vez que oyeses la palabra «mamá». Si hiciéramos eso las madres desde luego no necesitábamos nada más para estar en plena forma.

¡Ya nunca vuelves a ser tú!

Generalmente te conviertes en una persona inmensamente mejor en todos los sentidos que la versión anterior a la maternidad, pero radicalmente diferente.

Mi bebé era muy listo y me fue embelesando hasta que caí rendida a sus pies y me enamoré hasta los tuétanos de él, del oficio de ser madre y de todos los futuros hermanos que, obviamente, aún no habían nacido, y dejé de ser una persona «normal» para empezar a cometer locura tras locura, abandonar seguridades y dirigir todo mi ser hacia una aventura fascinante e intrépida. 

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